Ellos van, vienen, vuelven
pisando rascacielos,
atentos al reclamo que ladra en Wall Street.
Con los puños cerrados,
metidos en sus trajes de Saint-Laurent o Armani,
se olvidan casi siempre
de mirar para el suelo.
Son gente iluminada,
de la más fina estirpe,
superhéroes nacidos a una edad prematura,
bailarines bilingües que danzan de puntillas
un paisaje regado con su líquido amniótico.
Los he visto llegar,
cruzar los corredores
—omnipresentes, rectos—,
contaminar el aire con sus limpios flequillos,
buscar entre sus dedos de esmalte y pedrería
algo que les ayude a mantenerse ingrávidos.
Entonces restablecen
el hechizo falsario
que convierte las piedras en pan. Y se aglutinan
codiciosos, voraces, cuando suena la alarma.
Y allí en su jardín
de vergeles marchitos,
como lapas del reino asidas a las ingles,
preparan con sus cómplices
sus magistrales pócimas de cifras de seis ceros.
“Todo valió la pena”
—dice alguno
cuando ensayan, dichosos,
un tintineo macabro de plata ennegrecida—
Contemplando la luna desde sus ventanales,
se ríen con el diablo
y se van a la cama.
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